Eran las seis de la mañana, y comenzaban a aparecer los primeros rayos de sol por el horizonte. Nos levantamos de la hamaca, y vimos entre nieblas las impresionantes montañas sagradas de los
Piaroa, escondidas entre nieblas, y con el relajante ruido del descenso de las aguas del
Orinoco. Era muy pronto y todo el mundo dormía,
así que nos fuimos a buscar la foto. Esa que nos sorprendiese y mostrase la majestuosidad del lugar y la paz que se respiraba
allí. A la vuelta, todo el mundo estaba levantado y
preparándose para la partida hacia el mirador.
A eso de las siete y media, comenzamos a caminar guiados por Pelo Pincho, y flanqueados por
Ángel.
Así ninguno de nosotros se perdería en medio de la selva.
Cruzamos la comunidad y nos adentramos en la selva. El guía abría camino con el machete, por un camino marcado, cortando las ramas de los arboles que habían comenzado a tapar el sendero. La primera parada la hicimos en la madriguera de una tarántula, en la cual, comenzaron a meter un palo para llamar al insecto y
así poder verlo. Parece que la señorita había madrugado y se ha ido a pasear. Continuamos el viaje hacia el mirador a
través del tupido vergel. Tras media hora larga de caminata, salimos a una zona despejada de arboles, pero empantanada. Continuamos por
ahí, y al fin llegamos al mirador.
Ante nosotros, se abría una vista impresionante de las dos montañas sagradas, rodeadas por un extenso manto que verde, formado por las copas de los arboles de la selva. Esa zona era impenetrable,
según decían los guías, incluso para ellos. Habría que entrar con el machete abriendo totalmente un camino nuevo, y teniendo una noción muy clara de a
donde se quería llegar. Sino, acabarías perdido seguro.
Allí permanecimos alrededor de una hora sacando fotos y observando la belleza del lugar.
Comenzamos el camino de regreso, cuando los mosquitos comenzaron a hacer acto de presencia y a comernos. La vuelta se nos hizo mucho más corta, y sin darnos cuenta, estábamos otra vez en la guarida de la tarántula. Como no la habíamos podido ver a la ida, uno de ellos, se fue a buscar una por la selva, y nos trajo no una, sino dos. Era un artrópodo grande, muy grande. Medía alrededor de quince
centímetros de larga, por ocho de ancha. Cuando estábamos
observándola, nos dimos cuenta que la antigua moradora de la madriguera, no se había ido a dar un paseo, sino que había fallecido. Su cuerpo estaba medio comido por los insectos al lado de la guarida.
Continuamos el viaje, y al llegar al campamento, Adrián nos había preparado un desayuno excepcional. Comimos en abundancia, y nos dejaron un rato libre para hacer lo que
quisiéramos, mientras recogían las cosas para cargarlas en el barco e iniciar el regreso a Puerto
Samariapo.
Al montarnos en el bote, nos dieron un chaleco salvavidas, nos invitaron a lanzarnos al agua, para dejar que la corriente nos llevase río abajo. Ese momento fue
increíble. Los seis flotando en el agua, en linea, disfrutando de la paz que se respiraba en ese lugar. Fue una pena tener que irse. Más de uno habría pagado por quedarse a vivir allí una temporada.
Nos subimos de nuevo a la barca, y mientras
bajábamos el río, comimos alguna fruta, charlamos de las experiencias y de las locuras. La vuelta era mucha más rápida, ya que
íbamos a favor de la corriente. Llegamos a una comunidad en la que disponían de tienda, y como no teníamos tabaco ni cervezas, decidimos parar para abastecernos. Mientras
comprábamos,
Claudio, el chico italiano, me llamo para que fuese con el. Sin
pensármelo dos veces, lo seguí. Seguro que había visto algo para hacer el loco, y eso me gustaba. Había unos niños
lanzándose desde un
árbol al río, y sin pensarlo dos veces,
allí que fuimos. nos encaramamos al árbol, y nos lanzamos. Otro
subidón de adrenalina para acabar la excursión.
Después de comer en la barca, llegamos al nacimiento del río en el que paramos a la ida. Paramos un rato para disfrutar de aquel remanso de paz, y darnos el último baño.
Continuamos el viaje, y llegamos a Puerto
Samariapo, nuestro destino final en el río, pero aún nos quedaba una hora de viaje en un infernal coche. Un
land-
rover viejo y destartalado en el que
viajábamos nueve personas como
podíamos. La carretera era francamente mala, llena de baches y sin ninguna marca vial para guiar al conductor. Tuvimos un susto ya que ante nosotros apareció un camión que circulaba con las luces apagadas. Al fin, llegamos a Puerto
Ayacucho, y
Henry, el dueño de la agencia, nos había agarrado los boletos para el bus a Ciudad
Bolívar. Ahora solo nos faltaba saber si a nuestra llegada, podríamos comenzar un nuevo
tour. Llamamos y nos confirmaron que
podíamos comenzarlo.
Ahí comenzó el ajetreo. Teníamos que preparar las mochilas para el viaje de 10 horas, llegar, coger un taxi, y directos al aeropuerto con otra mochila para el siguiente
tour. Debíamos despedirnos del artífice de nuestra primera y más
gratificante aventura en Venezuela. Si alguna vez vais a Venezuela, no
dudéis en ir a Puerto
Ayacucho y alojaros en la Posada
Manapiare, regentada por
Jose y
Yesenia. Os trataran de lujo.
Continuará............